Cuando el Hambre y el Miedo Forjaron un Destino Inhumano
En las sombras de un tiempo no tan lejano, año dos mil diecinueve para ser exactos, el telón de una vida desolada se alzaba en un paraje conocido como Bella Vista. Anclado entre las cumbres veladas de Veracruz, este rancho no era solo tierra y flora; era un testigo silencioso de existencias marcadas por la escasez. Mi infancia allí, como la de mis siete hermanos, fue un perpetuo lamento de tripas vacías, donde el pan era un lujo y la desesperación, una compañía constante. Quizás no seamos los primeros, ni los últimos, en conocer la cruda lección de que la pobreza, a menudo, es la antesala de lo insondable.
Bella Vista, a pesar de su nombre, guardaba una dualidad perturbadora. De día, sus árboles se alzaban majestuosos, pilares de una naturaleza indómita. Pero cuando el sol se rendía ante la noche, aquellos mismos colosos arbóreos mutaban en centinelas de la oscuridad, susurrando secretos inaudibles. El viento, al danzar entre sus ramas, tejía una sinfonía espectral que a menudo imaginábamos como el lamento de almas perdidas, un coro de voces ahogadas que erizaba la piel. Fue en este escenario de belleza y pavor donde mi madre, una figura apenas recordada, se desvaneció de este mundo a mis seis años. La medicina, un lujo inalcanzable, dictó su sentencia, un veredicto de pobreza que ella misma, según mi padre, había anticipado.
La Sombra de la Abuela y la Primera Aparición
Aquellos años, huérfanos de la calidez materna, fueron un tormento gélido. Seis varones y dos hembras, bajo el férreo y a menudo cruel yugo de nuestra abuela Eustolia. Una mujer con la dureza de la piedra, capaz de culparnos, los indefensos retoños, por la muerte que nos había arrebatado a nuestra madre. Su compasión era un mito, sus golpes, una realidad punzante. Mi único consuelo, mi ancla en aquel mar de amargura, era mi padre y mis hermanos, especialmente Beto, apenas dos años mayor que yo. Compartíamos juegos furtivos, risas silenciadas por el miedo a la abuela, y la dura labor de niños campesinos: cuidar ganado, moler maíz, tareas que parecían diseñadas para quebrar el espíritu más que el cuerpo.
Pero el verdadero escalofrío comenzó a arrastrarse en las tardes, cuando el crepúsculo teñía el campo de tintes rojizos y Beto, con nuestro perro Tommy a cuestas, llevaba los borregos a resguardo. Lo que Beto traía de vuelta no eran solo las ovejas, sino un terror visceral, un pánico que lo hacía gritar y correr hasta la extenuación. Describía, con los ojos dilatados por el horror, la visión de una mujer desnuda, suspendida en el aire, entre la arboleda que por las noches se tornaba tan siniestra. Sus ojos, clavados en Beto, parecían prometer una captura inminente, una amenaza inarticulada que solo él percibía. Tommy, nuestro pequeño mestizo, confirmaba el espanto, orinando de miedo y aullando al vacío que solo Beto veía. La abuela, indiferente a su terror, solo veía la desobediencia y castigaba con el látigo, enviándonos, a un grupo de niños temblorosos, a recuperar los borregos. Juntos, cinco hermanos, desafiábamos la oscuridad, hallando solo el silencio y la inquietante normalidad donde Beto había visto el horror levitar. Por años, aquel enigma se repitió, un secreto perturbador compartido solo por mi hermano y el susurro del viento.
El Precio de la Supervivencia: Una Invitación al Abismo
Los años se deslizaron, llevando consigo una tenue mejora en nuestra fortuna. Mi padre encontró un mejor empleo, el hambre ya no era un fantasma diario, aunque su ausencia se pagara con la constante presencia de la férrea abuela. La vida parecía hallar un nuevo cauce, hasta que cumplí los quince. Fue entonces cuando el destino, con su ironía macabra, golpeó de nuevo. Mi padre cayó gravemente enfermo, su vida pendiendo de un hilo que solo una operación costosa podía reparar. La desesperación nos asaltó, más brutal que nunca. ¿De dónde sacaría una familia sumida en la indigencia la fortuna necesaria para salvar a su pilar?
Días de angustia se sucedieron, nuestra casa convertida en una enfermería improvisada, un santuario de dolor y preocupación. Fue en este abismo de impotencia que Beto, mi hermano, mi amigo, mi sombra, se desvaneció por unas horas en la oscuridad de la tarde. Cuando regresó, la noche ya había devorado el rancho. Su rostro, aunque marcado por la extrañeza, portaba una resolución inquebrantable. «Preparen a papá», nos dijo, «lo operarán mañana». El dinero, imposible de conseguir, estaba en sus manos. Cuando inquirimos sobre la procedencia, su respuesta fue un eco frío y distante: «Eso es lo de menos». En el viaje al hospital, en una vieja camioneta prestada, mi mente se debatió entre la esperanza y la oscura certeza de que mi hermano había danzado con algo más que la suerte.
A solas, en la fría sala de espera del hospital, interrogué a Beto. Sus evasivas, su insistencia en que el bienestar de nuestro padre era lo único importante, solo avivaron mis sospechas. Sabía que no revelaría su secreto, no aún. Y así, entre la alegría de la recuperación de mi padre y el velo de silencio que cubría el origen de nuestro milagro, los días volvieron a fluir.
La Marca del Sicario: Una Confesión entre Sombras
La paz, sin embargo, era una ilusión efímera. Beto empezó a desvanecerse en las noches, sus excusas de búsqueda de trabajo sonaban huecas. Una noche, el cansancio me venció, y en el duermevela, la vi. La mujer levitante, el espectro que atormentaba a Beto, se alzaba frente a él, tan real en mi sueño como lo era en su vigilia. Un estremecimiento me arrancó del letargo: era Beto, agitándome, con lágrimas en los ojos y una gota de sudor frío cayendo sobre mi brazo. «No estoy bien», susurró. «Afuera puedo contarte».
Bajo la luz trémula de una vela, con el viento cortante y la neblina cubriendo el campo como un sudario, nos sentamos sobre troncos. Su voz, un hilo quebrado por el miedo y el dolor, comenzó a desentrañar el horror. La desesperación por mi padre, el temor a perderlo como a nuestra madre, lo había empujado a un amigo del pueblo, quien le sugirió un camino prohibido: invocar al diablo. Mis ojos se abrieron en incredulidad, pero Beto me detuvo.
Me contó cómo, en su desesperación, había clamado al vacío. Y cómo, en un sueño, la mujer levitante se le presentó, su voz de ultratumba prometiéndole la ayuda, si la encontraba en el campo al día siguiente. No dudó. Al anochecer, la encontró. No era una visión borrosa, sino una presencia tangible, mil veces más aterradora de cerca. Sus ojos, Beto me juró, eran cavidades dentadas, su boca rezumaba sangre, y un hedor putrefacto se aferraba a su piel verdosa, desnuda. «Satanás me envía», le dijo, su voz de otro mundo. El dinero estaba allí, bajo tierra, pero el precio era un sacrificio humano. Si lo tomaba y no cumplía, uno de nosotros, sus hermanos, sería arrastrado al infierno.
La historia fluía, y mis entrañas se retorcían. Beto, en su ciego afán de salvar a papá, desenterró la fortuna maldita. Pero el pacto, el horror, apenas comenzaba. La necesidad de un «sacrificio» lo llevó a recordar las carpas y armas en el bosque, los rumores del cartel en Bella Vista. Buscó a aquellos hombres de sombra, ofreciendo su alma a cambio de un trabajo que le librara de decidir quién moriría. Así, mi hermano, el inocente pastor de borregos, se convirtió en sicario. Su primera víctima: un tendero que se negó a pagar «piso». Con el rostro oculto bajo una capucha y lágrimas bañando sus ojos, Beto ejecutó el acto, un sacrificio que le arrancó un pedazo de su alma.
Grité, incrédulo, horrorizado. ¿Cómo podía ser esto real? Beto me abrazó, su llanto incontrolable. Me prometió que lo dejaría, que volveríamos a ser la familia de antes, pobre pero feliz. Nos aferramos a esa esperanza, enterrando el pacto y el crimen en el silencio, sin saber que el infierno apenas había comenzado.
La Trampa Sin Salida y un Destino Quebrantado
Dos semanas de frágil paz nos envolvieron, pero la oscuridad acechaba. Una tarde, Beto salió a comprar maíz y no regresó. Las horas se estiraron en una agonía lenta. Mi pánico crecía, las imágenes de la mujer levitante, el pacto, el cartel, se arremolinaban en mi mente. ¿Había caído en las garras de lo pactado? ¿O en las de aquellos que le habían enseñado el camino de la sangre? La abuela, aunque disimulaba su miedo, rezaba por él esa noche.
Al amanecer, la angustia me llevó a llorar bajo un árbol. No era hombre de fe, pero en mi desesperación, clamé al cielo. Un calor infernal en mi interior me detuvo. Al regresar a casa, Beto estaba allí, ileso, con una historia de un «viejo amigo» en la ciudad. Pero sus ojos… sus ojos me decían otra verdad.
Afuera, bajo el velo de la noche, el verdadero relato emergió. Antes de llegar a la tienda, hombres encapuchados lo habían interceptado, lo golpearon brutalmente en lugares ocultos, y luego, con una crueldad que me heló la sangre, le cortaron un dedo del pie y lo desinfectaron con alcohol. «Nunca sentí tanto dolor», me dijo, mientras mostraba las cicatrices invisibles de su cuerpo y la marca imborrable en su pie. El mensaje del cartel fue claro: una vez dentro, la única salida era la muerte.
Esa tarde, tendidos en el pasto, el mundo se derrumbó. Nada volvería a ser igual. La muerte de la abuela Eustolia, años después, fue un alivio; jamás supo el horror que su nieto vivía. Yo y mi padre huimos a la ciudad, dejamos atrás la pobreza y las sombras de Bella Vista. Mis hermanos nos siguieron, encontrando su propio refugio. Pero Beto… Beto se quedó. Atrapado. Construyó una casa, tuvo hijos por el pueblo, pero nunca sentó cabeza. Sigue «trabajando» en lo mismo.
Cuando lo visito, o él a mí, sus historias del «negocio» son un eco de su alma rota. Sus ojos, ya sin brillo; sus labios, resecos, han visto demasiado. Ya no es el Beto que conocí. Aún hoy, me confiesa haber visto a la mujer levitante cerca de su hogar, un recordatorio constante de su pacto, un temor eterno a que un día, ella venga por él. Es el «Metra», un sicario que ayuda al pueblo con despensas, con dinero, un hombre querido y nominado a presidente. Ya no le debe al diablo, quizás, pero sigue encadenado a un cartel.
Esta es la historia de mi familia, de mi hermano. La pobreza nos arrebató a mi madre, pero la desesperación de Beto nos devolvió a mi padre. Un intercambio sombrío, ¿no crees? Una vida por otra, un alma quebrada para salvar a las demás.
*
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